CAFÉ RESILIENTE
Cuando tenía doce
años, le robé los primeros sorbos de café a mi madre, en una mañana apurada,
como todas las demás. Ella preparaba un café delicioso de algún pueblo de la
selva central del Perú, y a mi padre, a pesar de no vivir con él, le robé mis
primeros tres cigarrillos.
Tras varias bocanadas simples de humo, decidimos pasarlo, en nuestros primeros intentos tosimos estruendosamente, tanto que, algunos compañeros que pasaban por el lugar se acercaron y nos amenazaron con acusarnos con los profesores o con nuestros padres, lo cual, por el miedo o la curiosidad, no nos importaba.
Pasaron los años y mi consumo de café pasó de una taza semanal, y los cigarrillos en cuanto podía robárselos a mi padre o primos mayores.
Todos los miércoles mi madre salía del trabajo a las 7:00pm, a la misma hora mi hermana tenía clases de enfermería, eso me daba casi una hora y media de libertad para una taza de café bien cargada y fumar un pitillo en la explanada de mi techo, lavar mi polo y bañarme para eliminar el olor.
A los catorce años aprendí a comprarlos en una tienda a dos o tres cuadras de mi casa, bajo la excusa de que mi padre me enviaba. Gastaba casi tres soles de mi mesada de diez soles, aproximadamente el 30% era destinado a un vicio que estaba empezando, y el café era casi imperceptible para mi bolsillo ya que mi madre compraba las bolsas de café de 5kg o un poco más.
Luego de la muerte de mi primera novia, la situación con estos vicios se intensificó. Caí en depresión por un largo tiempo, periodo en el cual los cigarrillos y el café se volvieron mis únicos y mejores amigos, pero también mis más grandes verdugos.
Tomé el hábito de la lectura como una postura escapista para calmar mi soledad, y empecé a escribir mis primeros textos que no eran más que una reflexión de como los días pasaban y se tornaban cada vez más grises.
Dejé algunos deportes y me alejé de muchos conocidos, conocí gente llena de problemas y conflictos internos, con vicios iguales o peores a los míos. A los 16 años y ya metido en un mundo turbio, conocí a una persona que se mostró ciertamente desconfiada, pero resiliente con mi presencia, ella se volvió mi café. Me enseñó a verle el lado positivo a ciertas cosas, a explotar algunas cualidades que, hasta ese entonces, eran solo escapes de la realidad para mí. Volví a tocar la vieja guitarra empolvada que tenía en mi habitación, practiqué algunos deportes que daba por olvidados y volví a experimentar la sensación ilusoria del amor. Viajé y empecé a vivir un momento del que me creí dueño, pero, poco a poco una infección iba creciendo dentro de esta relación de buen comienzo. Llegaron las mentiras y los malos momentos se volvían más y más frecuentes, llegó el miedo y la dependencia. Pasaron años así y yo ya tenía 21 cuando ella decidió partir. No la culpo, yo fui un reverendo idiota. Un día, en una de sus fiestas, su cumpleaños número 20, yo me embriagué hasta el punto de no distinguir entre realidad y pensamiento, y terminé en una cama con su prima y ella en la puerta con la mirada llena de odio, pero con más decepción. Fue el punto de quiebre.
El último recuerdo que tengo de ella es una cajetilla de cigarros y olor a café. Llegó a mi cuarto una tarde de febrero, yo tenía una tetera de café en la cocina. Le abrí la puerta, sus ojos rojos y su voz rota no pudieron ocultar su pena, solo dejó mis cosas en el suelo y se marchó. Antes de cruzar la puerta, sacó de su bolsillo mi cajetilla de cigarros – Qué bueno que no estaré aquí para cuando te mates – fue lo último que dijo.
-Ela
Aquel día por la
tarde, pacté con una compañera de la escuela, unos dos años mayor que yo,
probarlos juntos. Salimos de la escuela sin decirnos una sola palabra, ya
habíamos quedado previamente en encontrarnos a las 2:15pm en la parte posterior
de la iglesia ubicada a unas cuadras del colegio.
Llegué y ella estaba
sentada en el pasto mirando su revista de noticias sobre los famosos del
momento. Saqué los cigarrillos, ya aplastados, de mi mochila y una cajetilla de
fósforos que había tomado de la cocina de mi casa. Tratamos de encender uno.
Mirábamos a todos lados y sentíamos miradas provenientes de la nada. Pasaban
unos señores y desistíamos de nuestro plan. Quemamos el primer tubillo de
tabaco rubio por culpa de nuestra corta, casi nula, experiencia tabaquera, el
segundo si prendió.
Tras varias bocanadas simples de humo, decidimos pasarlo, en nuestros primeros intentos tosimos estruendosamente, tanto que, algunos compañeros que pasaban por el lugar se acercaron y nos amenazaron con acusarnos con los profesores o con nuestros padres, lo cual, por el miedo o la curiosidad, no nos importaba.
Pasaron los años y mi consumo de café pasó de una taza semanal, y los cigarrillos en cuanto podía robárselos a mi padre o primos mayores.
Todos los miércoles mi madre salía del trabajo a las 7:00pm, a la misma hora mi hermana tenía clases de enfermería, eso me daba casi una hora y media de libertad para una taza de café bien cargada y fumar un pitillo en la explanada de mi techo, lavar mi polo y bañarme para eliminar el olor.
A los catorce años aprendí a comprarlos en una tienda a dos o tres cuadras de mi casa, bajo la excusa de que mi padre me enviaba. Gastaba casi tres soles de mi mesada de diez soles, aproximadamente el 30% era destinado a un vicio que estaba empezando, y el café era casi imperceptible para mi bolsillo ya que mi madre compraba las bolsas de café de 5kg o un poco más.
Luego de la muerte de mi primera novia, la situación con estos vicios se intensificó. Caí en depresión por un largo tiempo, periodo en el cual los cigarrillos y el café se volvieron mis únicos y mejores amigos, pero también mis más grandes verdugos.
Tomé el hábito de la lectura como una postura escapista para calmar mi soledad, y empecé a escribir mis primeros textos que no eran más que una reflexión de como los días pasaban y se tornaban cada vez más grises.
Dejé algunos deportes y me alejé de muchos conocidos, conocí gente llena de problemas y conflictos internos, con vicios iguales o peores a los míos. A los 16 años y ya metido en un mundo turbio, conocí a una persona que se mostró ciertamente desconfiada, pero resiliente con mi presencia, ella se volvió mi café. Me enseñó a verle el lado positivo a ciertas cosas, a explotar algunas cualidades que, hasta ese entonces, eran solo escapes de la realidad para mí. Volví a tocar la vieja guitarra empolvada que tenía en mi habitación, practiqué algunos deportes que daba por olvidados y volví a experimentar la sensación ilusoria del amor. Viajé y empecé a vivir un momento del que me creí dueño, pero, poco a poco una infección iba creciendo dentro de esta relación de buen comienzo. Llegaron las mentiras y los malos momentos se volvían más y más frecuentes, llegó el miedo y la dependencia. Pasaron años así y yo ya tenía 21 cuando ella decidió partir. No la culpo, yo fui un reverendo idiota. Un día, en una de sus fiestas, su cumpleaños número 20, yo me embriagué hasta el punto de no distinguir entre realidad y pensamiento, y terminé en una cama con su prima y ella en la puerta con la mirada llena de odio, pero con más decepción. Fue el punto de quiebre.
El último recuerdo que tengo de ella es una cajetilla de cigarros y olor a café. Llegó a mi cuarto una tarde de febrero, yo tenía una tetera de café en la cocina. Le abrí la puerta, sus ojos rojos y su voz rota no pudieron ocultar su pena, solo dejó mis cosas en el suelo y se marchó. Antes de cruzar la puerta, sacó de su bolsillo mi cajetilla de cigarros – Qué bueno que no estaré aquí para cuando te mates – fue lo último que dijo.
-Ela
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