MAR.
Yo siempre fui distante la familia de mi
madre, quizás por diferencias de pensamientos. Pasé los mejores años de mi vida
en la pequeña biblioteca que mi padre nos hizo meses antes de su muerte. Conocí
la lengua de Cervantes y la de Shakespeare mucho antes de entrar a la
secundaria, leí y entendí a Vallejo y a Bécquer al mismo tiempo que experimenté
las primeras ilusiones. Todos esos factores me llevaron a un camino ciertamente
distinto al de mis primos y tíos, excepto al de Mariana.
Conocí a Mariana cuando aún éramos niños.
Jugábamos en el parque y en la alberca. Imaginábamos un mundo lleno de juegos
en los que podríamos correr, saltar y divertirnos sin límite de tiempo y
espacio. A veces me quedaba en su casa, ya que, es hija de mi tía.
La tía Bertha fue una pieza clave en mi
formación, me ayudaba a hacer las tareas, dibujar y me enseñaba música. Hace
muchos años que ella falleció. El día de su entierro vi a Mariana, ella estaba
más grande, tenía un lindo cuerpo a sus cortos dieciséis años. Sus cabellos
negros y su piel clara creaban una combinación perfecta que se iluminaba a
pesar del ambiente lúgubre de aquel día.
A raíz de la muerte de su madre ella se fue a
vivir con el tío Pocho, su padre. A pesar de la separación entre mi tía Bertha
y él, aún conservaba, para mí, el título de tío. Él era una persona malhumorada
y de muy mal carácter. Recuerdo que las veces que me quedaba en casa de Mariana
escuchaba gemidos y lamentos, Mariana y yo imaginábamos que estábamos buscando
fantasmas en su sala de estar. Algunos años y experiencias después vimos al tío
Pocho conectando un golpe en la mejilla de mi tía. Ese fue el punto de quiebre.
Después de ese día no supe nada más de él.
Una noche, algunos meses después de lo
sucedido entre mis tíos, y que la tía Bertha se haya internado en el alcohol,
utilizándolo como antidepresivo; Mariana y yo teníamos ocho y nueve años
respectivamente y jugábamos a una tonta guerra de almohadas sobre su cama.
Saltábamos en la cama mientras nos dábamos golpes con las almohadas de plumas
que tenían su nombre bordado con hilos rosados, quizás fue por estar mal
colocados o un golpe un poco fuerte ella se cayó sobre mí. Nuestros labios
rozaron y el silencio que se produjo fue absoluto. Nuestro primer beso. Sus
rosadas mejillas cada vez se veían más y más rojas; sus manos, aún sobre las
mías, producían más sudor que de costumbre y por primera vez, en todos esos
meses, vi una sonrisa de oreja a oreja dibujada en su rostro.
Mariana me contó, en el entierro de su madre,
que su pareja, un hombre unos años mayor que ella, no había podido llegar
porque estaba de viaje. Durante toda la ceremonia o ritual de entierro Mariana
estuvo sola, apartada de la familia con la mirada vacía y perdida. Yo, en
cambio, estuve con mi hermana y mi madre, a quienes no veía hace unos meses por
motivos de trabajo. Al finalizar el funeral, me acerqué a Mariana para el
pésame correspondiente y, al abrazarla sentí el sonido peculiar que se produce
al aguantar el llanto.
Salimos juntos del cementerio y nos dirigimos
a una fuente de soda en la que platicamos durante horas, nos contamos lo que
sucedió durante todo el tiempo que estuvimos alejados. Ya eran casi las seis de
la tarde y el sol se estaba ocultando. Le propuse volver a vernos quizás en un
par de días, ella acepto gustosa, nos despedimos y, sin pensar en lo que
hacíamos, volvió a pasar lo que un día nos unió. Un largo y cálido beso nos enlazó
una vez más. Tuvo que pasar tanto tiempo para volvernos a juntar.
Hoy estoy caminando hacia mi casa, me espera
mi dulce amada, mi prima. Las batallas que tuvieron que pasar para que nuestra
aún disgustada familia acepte nuestra relación hicieron que nos fortaleciera
como las personas y mujeres que hoy somos.
Ela
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